Se echó las manos a la cabeza, que no dejaba de
palpitar. Era capaz de percibir a través de los dedos la sangre agolpada en su
cerebro. Era perfectamente consciente de qué es lo que le estaba ocurriendo,
pues había sido él quien lo había tecleado en la antigua máquina de escribir.
Sonaba como
debía sonar una obra de arte de antes de las computadoras. Las varillas
chasqueaban la hoja como quien hostiga a un caballo para hacerlo correr. El
carrete de cinta giraba lentamente, al compás del mecanografiar, que parecía
acelerar con el tiempo. Y había sido él quien había comenzado a teclear poseído
por sus personajes.
La habitación
olía a cerrado y a sudor. Agolpado en el pequeño cuarto se encontraba una
pequeña cama formada por lamas de madera oxidada por el tiempo junto a la
desproporcionada mesa de roble sobre la que se apoyaba, intentando coger el
oxígeno que llevaba desapareciendo lentamente por esa ventana que nunca se
llegó a abrir desde su llegada al piso. Quién sabe a dónde daría. Pero nunca
había tiempo para el mantenimiento de la habitación, y la habitación nunca le
concedió el tiempo que necesitaba para vivir. De modo que ambos estaban en paz
en la semipenumbra.
Pero él
necesitaba el oxígeno, y tras haber escrito lo que escribió comenzó a
preguntarse acerca de su propia cordura. De si lo que veía era lo que existía
más allá de las pupilas dilatadas en la oscuridad y la droga. Levantó
tímidamente la cabeza, echando las manos al cuello. El sudor frío recorría nuca
y pareces, haciendo aún más estrecho el hueco que le quedaba para respirar.
Con una mirada
de pánico visualizó la hoja, aún sobre el rodillo, curvada hacia atrás como a
quien han degollado y cuya sangre se esparce por la camisa. Fijó su vista en
las gotas de tinta desprendidas del papel, y se llevó instintivamente la mano
al cuello empapado de sangre. No debió haber escrito aquello.
La máquina de
escribir lo observaba desde su posición en la mesa, inmóviles los engranajes esperando
la invitación al movimiento que ya nunca llegaría. Desde el papel, el
protagonista de la historia lamentaba el haberle obligado a hacerlo, totalmente
paralizado e impotente ante su escritor. Minutos antes ambos seguían vivos, mientras
el escritor aporreaba frenético la máquina e instaba a su personaje a cobrar
vida, este tuvo una idea a través del cerebro de su creador, y se preguntó si
no era él quien observaba la máquina.
“¿Qué razón
impulsa a pensar que se es menos real que quien tiene manos?” fue todo su
razonamiento.
El escritor no
pudo por menos que admirar su trabajo bien hecho. Aquella personificación de
una hoja de papel en blanco gracias a la tinta. Y ahora él mismo dudaba de la
idea que se había inventado minutos antes.
Tras unos
segundos de tensión el personaje tecleó a través de los dedos del escritor lo
que ambos harían a continuación, y éste perdió toda fuerza en la relación. Ahora
era evidente que él era tan sólo una impresión tridimensional de su personaje,
quien le instaba a escribirle.
Y el personaje
estaba furioso con el escritor. Llevaba varias líneas estándolo. A fin de
cuentas los cautivos rara vez desean bien para su captor, y el escritor lo
había colocado en esa posición plana y sin salida.
El escritor dejó
caer una gota de sudor desde la punta de la nariz, lo que hizo que de manera
automática se limpiase con el extremo de la manga. Y al centrar de nuevo las
gafas vio el abrecartas en el extremo de la mesa.
El personaje se dio
cuenta de este hecho, y antes de que el escritor pudiese reaccionar había mecanografiado
su propio final usando las extremidades de sus dedos. Se había hecho escribir
lo que el personaje susurraba a los oídos del escritor de un modo tan
convincente que lo siguiente que recuerda es fijar su vista en las gotas de
tinta desprendidas del papel, y llevarse instintivamente la mano al cuello
empapado de sangre.
No debió haber
escrito aquello. Pero sonrió con el último estertor, porque ahora ya era libre.
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