Veinte inhalaciones profundas más para
una completa relajación. O al menos así debería de haber sido. Pero su tercer psicólogo se equivocó, justo
como los otros dos.
Abrió los ojos, pero el derecho realizó un cuádruple parpadeo antes de permanecer abierto durante catorce segundos. Observó a las quince personas del vagón que ocupaba, el número tres desde la cabina. Y él se hallaba
sentado en el quinto asiento desde
las dobles puertas centrales, tal y
como debía ser. Justo su sitio. Su tercer
psicólogo se había equivocado por cuarta vez. Notó un nudo en su único estómago. Carraspeó una vez, y ya
habían pasado esos catorce segundos.
Su ojo derecho parpadeó cuatro veces antes del final del quinto carraspeo.
Cuando eres un obseso compulsivo tanto dan veinte
que diecinueve o veintiuna respiraciones hondas si hay quince personas en el mismo vagón que
tú. O catorce o dieciséis, tanto daba. ¿Cuántas veces tenía que repetírselo a los médicos? Estaba atrapado. Quince personas inhalando y exhalando
un número indescifrable de veces todos y cada uno de los litros de aire del tercer vagón desde la cabina. Catorce segundos, tres parpadeos.
Miró a las tres chicas de su derecha con sus cinco carraspeos. Siete ojos lo observaban ya, y sólo
llevaba tres paradas. Sintió la
opresión del octavo ojo (cubierto
por un parche de veintisiete centímetros de cinta. ¿O
son treinta? Sintió nauseas. No pudo
reprimir a su ojo derecho cuatro parpadeos.
Enlazó dos
veces las manos, alternando un dedo
de cada una de las manos. Luego dos de cada mano, dejando los dos pulgares en pareja. Antes de enlazarlos de tres
en tres, carraspeó. Doce ojos
sobre él. El muchacho del parche de veintisiete
centímetros de cinta había perdido el interés.
Se anunció la siguiente parada por los tres altavoces distribuidos de manera
equitativa a lo largo del tercer
vagón, lo que hizo que girase la cabeza unos treinta grados hacia la izquierda, dejando la mirada en
perpendicular al andén de ciento dos
metros de largo.
Pasó el primer
letrero, carraspeó. Pasó el segundo letrero, carraspeó. Cada vez que lo hacía notaba cómo un gemido de tres decibelios más alto de lo que debía se escapaba por su
garganta de doce centímetros de
longitud, escapando a hurtadillas entre sus treinta y dos dientes.
El tercer
vagón, junto con el primero, segundo y cuarto, se detuvieron. Un
pitido. Seis puertas automáticas se
abrieron ante la insistencia de siete
personas. Dos dentro y cinco fuera. El ojo derecho parpadeó cuatro veces tras los catorce
segundos desde la última vez que parpadeó
dos veces. Dos fuera y tres dentro.
Carraspeó mientras se cerraban tres pares de puertas automáticas.
Ahora había dieciocho pares de ojos,
cinco nuevos, trece conocidos. El chico del parche de veintisiete centímetros de cinta se había ido con su único ojo.
-
“Gracias a dios” – suspiró aliviado, dejando escapar un carraspeo
cuádruple.
¿Qué es lo que le había dicho su tercer psicólogo? Que se relajase de una vez. ¿Cómo se iba a relajar si todo
el mundo le miraba? Echó la vista al suelo mientras el tercer vagón, llevándose al primero,
segundo y cuartos, salía de la estación de ciento dos metros de largo. ¿Por qué no podían meterse en sus
asuntos, fuesen cuales fuesen? Catorce
segundos, su ojo derecho parpadeó.
Ocho mujeres, diez hombres, y un
obseso compulsivo. Se rio carraspeando
casi diez veces y treinta y dos ojos lo observaron.
Se le oprimía el pecho cuando eso ocurría
casi cincuenta veces al día.
Quedaban dos estaciones. Le tembló el ojo derecho dos veces. Dos estaciones…tres
minutos. Doce minutos hasta casa, y dos giros de llave después estaría en
el portal. Dejó de reprimir el tick
del ojo mientras se le escapaba un carraspeo.
-
“Por dios, que sean doce
exactos.”
Miró el reloj. Y diez y tres segundos, y cuatro segundos, y cinco segundos. Carraspeó.
El segundero corría los trescientos
sesenta grados o sesenta segundos
a sesenta veces más rápido que el
minutero, y a setecientas veinte
veces más rápido que la manilla de las horas.
El tercer
vagón frenaba, él levantó la mirada, perpendicular al andén de ciento dos metros de largo, con cinco parpadeos de su ojo derecho. Un cartel, carraspeó. Pasó el segundo
cartel, carraspeó. El tren se detuvo.
¿Por qué todo el mundo le miraba?
-
“Se bajan doce, suben dos. Mejor.” – Parpadeó.
Tres mujeres, cinco hombres. Minuto cuarenta
y siete segundos para su parada. No iba a llegar a tiempo.
-
“Vamooooos” – tres pares de puertas se cerraron, lo miraron ocho pares
de ojos. Agachó la cabeza, mirando al suelo.
Su tercer
psicólogo insistía en que él debía desplazarse siete paradas, o veintitrés
minutos. ¡Veintitrés minutos! Rodeado
de gente. Carraspeó. Rodeado de pares de ojos, y de terceros vagones con aire finito. Y el doble de tiempo para regresar a casa. Por
dios, quería cerrar su puerta de tres
cerraduras nueve veces, y quería
hacerlo de inmediato.
Cerró los dos ojos, pero el ojo derecho se movió ligeramente cuatro veces. Se anunció la parada por
los tres altavoces. Carraspeó mientras se levantaba. Ocho pares de ojos. Joder. Cada vez
eran más. ¿Es que no tenían otra cosa que hacer?
Subió y bajó cinco veces el pestillo de la segunda
puerta del grupo de puertas del centro del vagón, junto a un parpadeo de su ojo derecho cada vez que
lo hacía, hasta que las seis puertas
se abrieron al andén.
-
“Derecho, el pie derecho va primero.”
Uno, dos, tres, cuatro. Derecho, izquierdo, derecho,…cuarenta y dos pasos hasta los veintisiete escalones. Carraspeó. Un joven tuvo que esquivarlo a toda velocidad, pero él no iba a
mirar a ver si se metía o no en el vagón. Escaleras delante, el pie derecho va primero. Un escalón, dos
escalones. Su cabeza giró noventa
grados en contra de su voluntad en dirección al vagón. El joven se había metido
en el tercer vagón por la segunda puerta del grupo central.
“Bien” – pensó, girando la cabeza hacia delante,
pisando con el pie derecho, pestañeando siete
veces hasta que se dio cuenta de que no había podido evitarlo. – “Joder.”
Diez pasos desde las escaleras. El pie
derecho primero. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nuev…Una señora
quiso pasar a través de él. Carraspeó
y guiñó el ojo a la vez.
-
¿No ve que está en medio? – volvió a pestañear. ¿Por qué coño no le entendían? Tenía que ir por aquí, ¡sólo
quedaba el diez!
La señora lo esquivó, contorsionándose para
poder pasar. Diez, y otros noventa grados a la derecha y caminar catorce pasos largos al tercer torno por la derecha. El pie
derecho va primero.
Giró el torno carraspeando, y dando con la mano derecha tres golpecitos a la superficie metálica. Notó los dos ojos del vigilante y le devolvió un
parpadeo con su ojo derecho.
Veinte pasos a la salida. El pie
derecho va primero. Ocho minutos. Frenó en seco, el segundero
volvió a pasar por el cenit del reloj. Volvió a andar con un carraspeo y un tick en el ojo y salió a la calle.
Paseó tranquilamente hasta su casa, saludando
a un par de vecinos que encontró por el camino. Se detuvo a comprar un boleto
de lotería en la casa de apuestas de debajo de su casa. Esperó un poco a ser
atendido. Antes de subir a casa pasó a comprar el pan, totalmente convencido de
que su mujer no habría salido a la calle.
Subió las escaleras como siempre lo había
hecho desde que tenía uso de razón: corriendo y con una sonrisa en la cara. Usaba
la barra de pan para balancear los brazos. Le encantaba trotar hacia arriba.
Abrió la puerta de su casa y notó cómo aún no
se había ventilado. En la cocina su mujer señalaba el libro que su hijo mayor
intentaba leer con muchas dificultades.
-
¡Hola, papá!
-
¡Hola, hijo! – chocó la mano con su hijo y besó a su mujer. – Hola, cariño.
Dejó unos segundos la mano levantada.
-
¡Hola, papá! – su hijo volvió a chocar una segunda vez la mano de su
padre, y una tercera – ¡Hola, papá!
-
Hola, campeón – miró a su mujer – Quiero apuntar un par de cosas en
las que he pensado, ¿te importa abrir la casa media hora y me pongo a hacer la
comida? – besó a su mujer y salió hacia el salón.
Se sentó en el ordenador, que había dejado
encendido unas horas antes, y tecleó sobre el documento abierto:
“Día 83. El psicólogo no ha sospechado nada y
piensa que soy obseso-compulsivo. No he tenido ningún problema.
Hablar de los ejercicios que me ha
recomendado.
Que no se me olvide transmitir la sensación
que tengo cada vez que me monto en el metro al ser observado. Necesito poder
explicarle a él que es normal”
-
¡Papá! ¡Un coche! – su hijo había salido corriendo de la cocina con un
pequeño coche de juguete – ¡Un coche! -
pestañeó tres veces con su ojito derecho - ¡Papá, un coche!
Todos tenemos un poco de esta enfermedad con nosotros. Aislar a estas personas es negar un poquito de nosotros mismos.
Conversación verídica sobre el T.O.C.